Gorki Gonzales Mantilla[1]
Las
razones de quienes se oponen al proyecto para reconocer la unión civil no
matrimonial en el Perú no son nuevas. Su principal argumento gira en torno al
carácter natural de la familia y el matrimonio. Se reitera, por cierto, que la
finalidad de éste es la procreación de la especie humana. En suma, se deja
entrever que estas consideraciones forman parte de un ideal moralmente bueno,
al que deben subordinarse los planes de vida individuales de todos.
Pero ¿cómo se entiende la idea de lo natural y cuáles son las consecuencias que
derivan de extender su influencia, como algo determinante, al ámbito de los
derechos y las instituciones públicas?. Parece evidente que el rechazo a la
unión civil no matrimonial sobrepasa la defensa del matrimonio y la familia, y
se proyecta como un argumento que atraviesa la configuración de los derechos
fundamentales. Por ello, se abre también la pregunta sobre el sentido que
adquiere la democracia constitucional cuando los derechos que ésta garantiza se
subordinan a la existencia de ciertos valores naturales.
Pues
bien, una versión fuerte de "lo natural” postula la existencia de ciertos
valores absolutos e inmutables que funcionan como preceptos sobre la moral y el
buen vivir. Un modelo de virtud que
-como ha sido dicho por Carlos S. Nino- el Estado tiene el deber de imponer porque
se asume que lo mejor para la vida de las personas o lo que satisface sus intereses,
es independiente de sus propios deseos. Así se entiende el modelo
perfeccionista y así ocurre en los Estados fundamentalistas donde los valores
religiosos funcionan como verdades absolutas que se imponen para modelar la
libertad de las personas y para hacerlas “mejores”. En estas realidades, las
libertades de conciencia, la vida familiar, la libertad de expresión, tanto
como algunas instituciones de la comunidad, como el matrimonio, están
predeterminadas por los valores naturales.
Sin
embargo, no es difícil ver este tipo de políticas legislativas en nuestros
países. Ejemplos nítidos de ello se recuerdan en la forma como el Código Civil
de 1936 regulaba la situación de la mujer casada. Sólo es necesario citar las
siguientes reglas para comprobar que el Estado, a través del derecho, fijaba
los intereses de la mujer en el matrimonio subordinando su voluntad a la del
marido. Se decía: “el marido dirige la sociedad conyugal. La mujer debe al marido
ayuda y consejo para la prosperidad común y tiene el derecho y el deber de
atender personalmente el hogar” (art. 161°). Al
marido compete fijar y mudar el domicilio de la familia, así corno
decidir sobre lo referente a su economía (Art. 162°). Como parece obvio, la
mujer era convertida en un ser disminuido, sin voluntad, para cumplir el ideal
del matrimonio sobre el cual se debía fundar la familia.
Aunque
estos términos han cambiado en el Código civil de 1984, la sombra del
perfeccionismo moral no termina de despejarse. El artículo 24° aún mantiene un
rezago del imaginario anterior cuando dice: “La mujer tiene derecho a llevar el
apellido del marido agregado al suyo y a conservarlo mientras no contraiga
nuevo matrimonio. Cesa tal derecho en caso de divorcio o nulidad de matrimonio”.
Así, aunque debilitada la idea de pertenencia y subordinación de la mujer, todavía
se hace visible la fuerza del “antiguo régimen” y de su impronta moral. La
tendencia es aún más nítida en la norma que regula el matrimonio como “la unión
voluntariamente concertada por un varón y una mujer” (art. 234°). Esta regla no
deja la menor duda sobre el origen natural atribuido al matrimonio, en esos
términos se proyecta su imposición sobre quienes quisieran contraerlo, negando la libertad o, más bien,
restringiéndola a este modelo que se levanta como designio de valores
inmutables, como el modelo perfecto para construir la familia.
En
este contexto, se viene ensayando una variante soft, quizá para que la defensa de “lo natural” no parezca “fuera
de época” y resulte defendible aún hoy. Aquí se afirma que lo discutido en el
proyecto sólo entraña un problema de derechos patrimoniales o derechos legales:
brindar garantías para los bienes patrimoniales y para los derechos de las
partes en la relación; por ejemplo, visitas a establecimientos penitenciarios, centros de
salud, nacionalidad, seguridad social, toma de decisiones en tratamientos
médicos o quirúrgicos, entre otros. En líneas generales, las propuestas
contrarias al proyecto sobre la unión civil no matrimonial, apuntan a que todo
podría ser resuelto con un “ajuste” legal, incidiendo en las reglas del Código
civil.
Este enfoque del problema no puede ocultar la escasa relevancia
atribuida al derecho a decidir sobre la orientación sexual y la definición del plan
de vida. Ambas consideraciones son ubicadas en un espacio residual, distante de
toda reivindicación constitucional. Se trata de una ruta que desconoce el valor
del derecho a la igualdad como derecho fundamental en el núcleo del problema y
que desmerece, como producto de este déficit, el respeto y garantía de la
autonomía para afirmar los propios intereses y deseos.
Es bueno recordar que el proyecto sobre la unión civil no
matrimonial defiende el derecho a la igualdad en su relación con el derecho al libre
desarrollo de la personalidad. Ambos son piezas esenciales de la estructura que
soporta el reconocimiento y la práctica de los derechos fundamentales y, por lo
tanto, son valores protegidos por la democracia constitucional. Ambos derechos pueden
debilitarse gravemente si son sometidos al designio de los valores naturales,
comprometiendo con ello el carácter racional de la democracia.
El derecho al libre desarrollo de la personalidad permite
garantizar la efectiva capacidad de elegir y concretar las concepciones
personales sobre lo mejor para uno mismo y, conforme a ello, la posibilidad de
definir un plan de vida con autonomía. En esta línea de razonamiento, la
igualdad garantiza la atribución y reconocimiento de las condiciones necesarias
para el ejercicio de derechos y libertades con la única limitación proveniente
de los derechos de terceros. La igualdad exige valorar las razones que permiten
categorizar a los individuos de una forma en particular, para definir las
condiciones que deben recibir en el trato, en términos de legitimidad. La
igualdad implica necesariamente el reconocimiento de la diferencia, pues del
examen de ésta surge la garantía del derecho en forma coherente con la realidad
del sujeto. Y el reconocimiento de los derechos es precisamente lo que se busca
con el proyecto de la unión civil no matrimonial. Por eso es que no existe el
derecho a la igualdad ni el derecho al libre desarrollo de la personalidad, si el
punto de referencia para categorizar a los sujetos proviene de un modelo ideal de
valores naturales e interfiere en la autonomía del sujeto.
En las propuestas que se oponen al proyecto de unión civil no
matrimonial, se subvalora el problema de la igualdad y se desconoce el derecho
al libre desarrollo de la personalidad. Estos no aparecen como problema de
fondo y, en el mejor de los casos, se les sitúa en un “segundo nivel” por
debajo del modelo ideal atribuido a la familia y al matrimonio. De este modo, se busca impedir toda intrusión
en el sentido “natural” de la familia, para mantener intocado el carácter también
“natural” del matrimonio. El objetivo final no pasa desapercibido: consagrar el
blindaje del “primer nivel” ideal de valores naturales en el que se ubican
ambas instituciones.
Desconocer
los derechos por razones atribuidas a la orientación sexual, peor aún si la
motivación se funda en un plan ideal de valores naturales, configura un supuesto
de discriminación. Nada nuevo entre nosotros, pues la discriminación es un reflejo
del argumento de la superioridad/inferioridad por naturaleza, que ha
justificado la exclusión y la desigualdad estructural a lo largo de nuestra
vida republicana. Esa es la ruta que siguen las ideas que defienden los detractores
de la unión civil cuando descalifican o
invisibilizan por razones “naturales” los derechos de la comunidad homosexual o, en el escenario menos
grave, cuando se les reconoce un espacio marginal del derecho para que puedan
llevar adelante sus vidas siempre que no se alteren las “instituciones
naturales”. Es como salvar el orden legal a costa de desconocer o avasallar los
derechos de las minorías.
Tampoco
es novedad en la historia de la discriminación que se diga, sumado a todo lo anterior,
que el modelo inmutable de valores que el matrimonio y la familia representan, responde
a la opinión de las mayorías. Es con en este último argumento que se pone en cuestión
el sentido de la democracia como régimen que garantiza los derechos individuales.
La consecuencia de esta idea acabaría por someter cualquier derecho fundamental
a las creencias, a los gustos o al simple arbitrio de quienes forman la mayoría en un momento determinado. Esta mayoría terminaría
por suplantar los derechos y libertades para convertirlos en nombres sin
contenido. El Estado no sostendría más su legitimidad en la obligación de
realizar los derechos y más bien encontraría justificación en la voluntad
abstracta de quien dice representar a las mayorías, el poder de turno o los
poderes fácticos. Por todo esto, el reconocimiento de la unión civil no
matrimonial es un desafío que debe contribuir al proceso histórico que la
conquista de los derechos supone y en esa dirección, al afianzamiento de la
democracia constitucional.
[1]
Doctor en Justicia Constitucional por la Universidad de Pisa – Italia. Profesor
Principal de Filosofía del Derecho, Teoría Constitucional y Argumentación
Jurídica de la Facultad de Derecho de la PUCP
1 comentario:
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