Gorki Gonzales
Mantilla[1]
1.
Presentación
La protección de las comunidades andinas
u originarias, casi siempre invisibles en el imaginario republicano, se
proyecta hoy como una pieza imprescindible del andamiaje constitucional. La
consulta previa es un reflejo de esta realidad que sirve como instrumento para
garantizar los derechos en los contextos de diversidad cultural, pero al mismo
tiempo implica una postura que cuestiona las bases teóricas sobre las cuales se
construye la democracia constitucional.
El problema se identifica en el
proceso por el que ha transitado el capitalismo en las últimas décadas. Esta
historia demuestra que los esquemas de cooperación económica del hemisferio Norte
hacia nuestros países, han contado con un ambiente favorable para la inversión
y explotación de los recursos naturales, pero en contrapartida han propiciado
condiciones adversas a la vigencia del orden democrático y los derechos humanos[2] .
Las hegemonías económicas y
culturales así creadas, soslayaron los valores de la diversidad, no pocas veces
los avasallaron y extinguieron sus bases materiales. Sin inclinación hacia el
diálogo con los diferentes, se impusieron dinámicas de “desarrollo” que hoy son
la causa del agotamiento de las fuentes para la sobrevivencia de la humanidad.
La consulta previa es quizás el reverso de este enfoque, pues busca promover el
diálogo intercultural para legitimar los derechos y la política. Así se explica
el Convenio 169 de la OIT como antecedente de nuestra Ley N 29785.
2.
El “constitucionalismo”
de baja intensidad y la consulta previa como telón de fondo
Pero un constitucionalismo de baja
intensidad estuvo siempre en la base de aquellas hegemonías. Este enfoque del
derecho constitucional marcó distancia de los acontecimientos políticos y del
conflicto social que forma parte de la propia dinámica cultural de la
Constitución. Sus principios, anclados en un discurso liberal parcial y, por
ello, débil, perdieron contacto con la historia y se hicieron vacíos: la
separación de poderes, la supremacía de la ley o la soberanía popular eran
luces tenues en medio de una bruma cada vez más densa.
Las grandes coyunturas definidas en
torno a las asambleas constituyentes de 1979 y el Congreso Constituyente
Democrático de 1993, fueron sucesos políticos cuya densidad cultural no tuvo un
significado semejante en la teoría constitucional[3]. Salvo excepciones muy
precisas[4], ésta fue ganada por un
espíritu normativista, reforzado por una estructura dogmática de nociones y
conceptos. Se dejaba atrás, o fuera del debate, las preguntas sobre cómo
integrar y pensar el derecho constitucional desde la realidad compleja y
diversa.
2.1 El
constitucionalismo de baja intensidad y la organización del poder político
Corresponde a este enfoque la idea de
neutralizar el contenido político de los derechos y proponerlos como si fueran una
entelequia. A través de un razonamiento adiestrado en la tradición del positivismo
jurídico, este enfoque procuraba dar cuenta de los diseños normativos, de los
procedimientos y de las clasificaciones sin cuestionar la ausencia de
constitucionalidad en la vida pública o denunciar la debilidad institucional
para garantizar los derechos.
Uno de los rasgos más importantes de
este enfoque está presente en la definición de la estructura política conforme
a la división clásica de los poderes. Se
sigue postulando la tripartición de poderes sin reparar en el proceso de
evolución cultural al que se deben las instituciones. Se afirma su carácter absoluto,
sin reconocer que el poder institucional, en la realidad, se presenta a través
de un esquema de competencias específicas que definen la acción de diversos
órganos constitucionales más allá de la tripartición misma: el Tribunal
Constitucional, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Jurado Nacional de
Elecciones o los gobiernos regionales, tienen esta cualidad y son instituciones
con “poderes específicos” así ordenados en la Constitución.
En efecto, en el mundo contemporáneo el
Estado se presenta como un orden articulado por competencias básicas[5] que tiene como origen la
Constitución. La división de poderes en este escenario se manifiesta no como
tripartición subjetiva de esos poderes, sino como distribución de “competencias”
entre los distintos órganos previstos por la Constitución, que operan en un
complejo y orgánico equilibrio de concurrencias, colaboraciones recíprocas y
control.
Las instituciones públicas,
incluyendo los denominados poderes clásicos son, en rigor, competencias
previstas para desarrollar su función en forma específica y especializada:
competencias constitucionales que realizan los valores de la Constitución. Por
lo tanto, el poder político radica en la Constitución, ella es la fuente que
otorga unidad a los valores desde la diversidad y complejidad que está en su
base social y cultural. La Constitución es la única fuente de poder que otorga
legitimidad a las instituciones o poderes públicos y la teoría de la
tripartición en su modelo clásico difícilmente explica esta realidad no sólo
porque resulta parcial, pues la constriñe al catálogo de los tres poderes, sino
porque a partir de ello, se impide reconocer la importancia de las relaciones y
las consecuencias que esas relaciones producen en el conjunto del sistema
político y la vida social.
Al reconocer el poder y su relación con
los órganos constitucionales en los términos propuestos, y más allá de la
tripartición, se abre la oportunidad de comprender el sentido del check and balance como rasgo distintivo
del entramado institucional del Estado, para coordinar y actualizar sus funciones.
Sólo así es posible pensar en la idea de la supervisión constitucional como
cualidad inmanente al ejercicio de una democracia constitucional.
Precisamente, la ausencia de un
sistema coherente de control, sobre el quehacer de los funcionarios públicos que
ejercen cargos de alta jerarquía, responde a ese modelo de división de poderes
congelado en el tiempo. Un modelo que produce la idea de poderes autónomos y,
en esa visión formalista, de instancias desvinculadas entre sí. Incluso se
puede afirmar que el escaso compromiso con los valores democráticos y
republicanos, frecuente en la práctica parlamentaria de nuestro país, encuentra
parte de su explicación en el escenario de la cultura política de la división
de poderes: la idea del parlamento como un poder autónomo que no le debe
explicación a nadie, puede ser el espacio ideal para concretar los intereses individuales
más extremos y en donde, por ello, el control ha sido reducido a sus rasgos más
formales y televisivos.
La tesis de la división de poderes en
los términos señalados, se ha convertido también en una barrera para la
realización de los valores propios de la democracia. Un archipiélago de poderes
inconexos en medio de un ordenamiento, por tal razón, poco apto para enfrentar
en forma coordinada las exigencias sociales de la diversidad. Un conglomerado
institucional refractario a la colaboración recíproca para garantizar los bienes y
derechos constitucionales.
La tesis de la división clásica de poderes produce un escenario de conflicto con la comunidad y un esquema de tensiones con los valores constitucionales que ella alberga. Éstos van a ser vistos con distancia, no solo por la ausencia de representación específica de los intereses y derechos de los miembros de la comunidad, sino porque, contradictoriamente, la propia tripartición pretende ejercer una función hegemónica sobre los mismos, dejando en un papel secundario a los otros órganos constitucionales. Visto así el escenario, los intereses de la comunidad no se realizan por el Estado como conjunto y los poderes clásicos tampoco están en disposición de representarlos.
La teoría de la
tripartición, conforme a lo señalado, sólo parece justificarse desde una teoría
elitista (elitismo epistémico[1]), que
desdeña la importancia de los cambios en la estructura de las instituciones
públicas y la necesaria presencia ciudadana en el proceso político. Para esta
teoría constitucional los procesos sociales tanto como los valores culturales
que ellos arrastran consigo, no son materias que la reflexión constitucional
deba incorporar como suyas, salvo que sea desde arriba hacia abajo y en forma
unilateral. Este enfoque se proyecta como
instrumento normativo para regular en forma ciega la realidad social plural y
diversa y, por ello, se muestra incapaz de reconocerla. Ese es el caso
de la consulta previa y su falta de comprensión desde la teoría constitucional.
2.2 El
constitucionalismo de baja intensidad y los derechos fundamentales
El constitucionalismo de “baja
intensidad” también afirma que los derechos y principios son la parte dogmática
de la Constitución. El significado de este punto de vista ha sido presentado
como el fundamento de la Constitución misma; sin embargo, su reflejo inmediato
se ha mostrado formal, pues los derechos que son el núcleo de la dogmática, no
dejan de comportarse, en este enfoque, como categorías conceptuales: derechos en
el papel y en su acción subordinados a las técnicas procesales o al poder de la
administración pública. La parte dogmática aparece entonces como un catálogo de
definiciones, inconmovible y resistente a las exigencias de la vida social.
Este sentido de la dogmática parece entender
que los derechos fundamentales se presentan como “inherentes” o inmanentes,
desvirtuando con ello su carácter cultural e histórico. Una dogmática que busca
“naturalizar” los derechos y produce una justificación donde predominan las
definiciones categóricas, en medio de un ordenamiento constitucional estático.
Gracias a esta estructura, la teoría de los derechos fundamentales que emerge
de este modelo se sirve de cánones interpretativos discutibles, tanto por su afinidad
con el formalismo jurídico, como por su carácter arbitrario. Esto ocurre cuando
se valora la interpretación literal de la Constitución o cuando se afirma una
perspectiva normativista como criterio para determinar la lógica del entramado
constitucional, siempre a partir de los textos, sólo que esta vez a partir del
contraste entre ellos, es decir a través del denominado método sistemático. En
ambos casos, los valores de la Constitución corren el riesgo de esfumarse del
debate constitucional.
El carácter arbitrario en el que se han
movido los cánones interpretativos de la Constitución se hace muy visible a
propósito del denominado “contenido esencial” de los derechos como postura
desarrollada desde la Ley Fundamental de Bonn de 1949, también presente décadas
más tarde en la Constitución Española de 1978. En este escenario cultural el “contenido
esencial” surge como garantía institucional contra la arbitrariedad en el caso
concreto.
Sin embargo, el Tribunal
Constitucional peruano y la teoría desarrollada por un sector importante del
constitucionalismo en nuestro medio asumió en forma acrítica esta perspectiva. En
ella, la idea de lo “esencial” podía dar cabida a cualquier cosa al entremezclarse
con referencias ilusorias, naturales e inmutables. Hasta la defensa del
carácter “natural” de las instituciones jurídicas que, en todo caso, son
producto de la cultura, como el matrimonio o el modelo de familia, han buscado
respaldo en este enfoque de los derechos[6].
Esta idea traía como contrapartida el
reconocimiento de un contenido no esencial y con ello se producía una fractura que
jerarquizaba en términos axiológicos, el contenido de los derechos y la propia
estructura de la Constitución. En buena cuenta, el contenido esencial
determinaba la existencia de lo exigible jurídicamente, pero también de aquello
“no esencial” que se mantendría en una zona de sombra jurídica.
Así, de ser una garantía para prohibir
la arbitrariedad sobre los derechos fundamentales, como fue su origen en
Alemania, entre nosotros el contenido esencial se convirtió en un terreno
fértil para la arbitrariedad misma, sobre todo porque lo “esencial” también
podía ser invocado como realidad ex ante
a voluntad del intérprete.
La adhesión a la teoría de lo “esencial”,
finalmente propiciaba un contraste definido en el contexto de la diversidad
cultural, representaba una perspectiva ciertamente unidimensional y, por ello,
contraria a la pluralidad de valores que conforman la realidad compleja a la
que se debe la Constitución.
Este enfoque terminó por relacionar la
idea del contenido esencial con el denominado “contenido constitucionalmente
protegido”, al punto de casi disolverla en él. Sin embargo, es bueno recordar
que esta última noción, introducida por el Código Procesal Constitucional, indica
el ámbito del derecho que se busca garantizar en el haz de posiciones
normativas y amparadas por el derecho constitucional “como un todo”: en otras
palabras, la posición iusfundamental
protegida, como ha sido llamada por Robert Alexy[7], que se busca defender y que
opera como condición de procedibilidad en la demanda de amparo de un derecho
constitucional. Esta idea nada tiene que ver con el contenido esencial.
Con este último episodio se ratifica
la distancia que la reflexión teórica producía sobre las demandas sociales en
materia de derechos. Sin referencia analítica ni sentido de realidad, aquella
dogmática situaría en un nivel discreto y marginal la posición de los derechos
sociales. Esa debilidad está en la base de los conflictos sociales y, es por ella,
que las tensiones no fueron encaminadas respetando los derechos sino más bien
cediendo a los poderes fácticos y al mercado.
3.
La representación
política y la consulta previa
El orden político y cultural gestado
desde los inicios de la república corresponde al paradigma del Estado-Nación.
Se trata de una forma de institucionalidad que enfatiza la existencia de una
única “comunidad cultural” legitimada por el Estado y es en torno a ella que se
predica la idea de nación. En esta perspectiva, el valor atribuido a la
diversidad como factor presente en las instituciones se mantiene ausente, pero si
en algún caso llegara a asomar será excluido[8]. Después de todo, la
visión mono-cultural del Estado convertiría en legítimas las prácticas de
dominación étnica desde la hegemonía del propio nacionalismo[9]. A todas luces, este orden
político sería poco apto para representar a la sociedad existente, así como
para realizar los valores de todos sus miembros.
La institucionalidad de los partidos
políticos a lo largo de casi toda la historia de la república muestra esta
marca en sus estructuras ideológicas y en sus programas políticos. Estas
organizaciones no han sabido incorporar en su quehacer los valores que
provienen de la diversidad cultural, como una dimensión importante de sus
objetivos y su práctica. Las escasas iniciativas en esta línea, visibles en los
partidos de lineamientos socialistas y social-demócratas, nunca lograron madurar
como referentes políticos significativos.
A este mismo escenario corresponde la
esquiva presencia que el factor de la diversidad cultural ha tenido en el
debate constitucional. Ha primado el desconocimiento y la indiferencia para
evitar reconocer en este punto un problema que incide seriamente en la
representatividad democrática. No cabe duda que en ello ha influido la
comprensión dogmática del principio de soberanía, entendido como capacidad de
ejercer el poder político en función de las propias coordenadas del Estado-nación
y como resultado de ello se ha producido la negativa a que éste asuma
obligaciones respecto de los derechos de las comunidades. Sin reglas que organicen
y protejan el debate en el que participen todas las voces, la soberanía carece
de significado en términos democráticos, pues sin derecho a participar y a
impugnar para disentir, parece ilusorio que se pueda ejercer el poder político
con legitimidad en una democracia constitucional[10].
Por todo lo dicho, la aparición de la
consulta previa presenta el signo de una reivindicación histórica para reconfigurar
las viejas articulaciones del entramado estatal. En este contexto se exige una teoría
constitucional dispuesta a valorar la diversidad cultural ya no como un residuo
pre-moderno que amenaza la estabilidad del orden político, sino más bien como
un factor central de la legitimidad sobre la que se construye la soberanía y la
democracia política.
En consecuencia, la diversidad y su
reconocimiento se proyectan como el efecto de una tensión política y cultural
que se exterioriza, para dotar de un nuevo significado a la Constitución. Está
presente en él, la premisa que hace posible reconocer la realidad compleja y plural
y, en esa medida también, la posibilidad de reconfigurar los principios que le dan sentido
para comprender la diversidad como parte de su contenido mismo.
Es aquí donde la consulta previa puede
tomar distancia, con su carga crítica —quizás implosiva—, de la práctica y la
teoría constitucional tradicional. En este punto surge un paréntesis donde la
lectura de los principios liberales en su acepción clásica, debe acudir a
nuevos referentes: los que se expresan en la supremacía de la Constitución como
máxima forma de garantía de los derechos y de las libertades, pero también como
directriz fundamental[11] que representa en
forma activa la pluralidad de valores del cuerpo social.
En esta tarea propia del derecho
constitucional y de la gestión política vinculada a éste, la teoría emergente
debe ser capaz de propugnar la coexistencia fluida de la pluralidad sin que los
valores individuales —también comunales— desaparezcan[12]: una construcción
dialógica[13],
gracias a la consulta previa, que debe impregnar el tejido social como base de
una teoría de la representación política. Este es el contenido sólido que una
teoría constitucional debería defender contra las viejas posturas del
constitucionalismo tradicional.[14]
Esta perspectiva constitucional no
supone el reconocimiento de soberanías que relativizan el Estado, creando
compartimientos extraños a la totalidad constitucional. La legitimidad
democrática —ciertamente contra mayoritaria— de la consulta previa, radica en
la posibilidad de que sirva como medio para que los valores morales de la
diversidad inspiren el diseño y la estructura de todo el conjunto de instituciones
públicas. La teoría constitucional, en consecuencia, debe privilegiar el hecho
en cuya virtud el poder político del Estado se revista de la pluralidad de
valores como dato fundamental de la soberanía.
Es cierto que el reconocimiento de la
diversidad implica el reconocimiento de la desigual posición ocupada por los
actores involucrados en ella. Sin embargo, el procedimiento de deliberación que
la consulta previa supone, debería contribuir a repensar ese tipo de estructura
para situar a las comunidades y a sus miembros en pie de igualdad. Las
asimetrías estructurales e históricas que definen las relaciones de poder entre
las comunidades y los poderes económicos, no pueden pasar desapercibidas en este
propósito[15].
En consecuencia, la participación en sí misma no es suficiente, es necesario que
las instituciones creadas para garantizar el procedimiento de la consulta, sean
idóneas para que puedan proveer justicia en las consecuencias a las que se
arribe.
Un resultado en justicia implica que
la consulta previa sirva como herramienta para realizar los valores constitucionales
presentes en las prácticas de las comunidades y se enriquezca a partir de ellas.
Este modo de entender la consulta previa puede hacer sostenible la relación
entre los derechos de las comunidades, los agentes económicos y el Estado en el
ámbito de los valores de la democracia constitucional. En otras palabras, la representación
política se legitima cuando el Estado tiene como prioridad garantizar los
derechos de los ciudadanos y las comunidades y, en función de ello, fija las políticas
públicas de desarrollo. Es en este contexto que la consulta previa adquiere un
valor instrumental.
Al contrario, la representación
política se verá disminuida cuando los
proyectos de inversión para la explotación económica de los recursos
naturales se realicen a costa de impactar negativamente en los derechos de los
ciudadanos y y proteger a sus comunidades. No se debe olvidar que el déficit
que estos llevan consigo a lo largo de la historia republicana, explica las condiciones
de pobreza y desigualdad estructural que definen el presente de la mayor parte
de comunidades en nuestro país. La reivindicación de sus derechos es, por ello,
una pieza indispensable en la construcción de la representación política, siempre
que se pretenda superar aquel déficit.
La fuerza de la consulta previa, por
ello, radica en su adscripción a la democracia desde los derechos y su
vinculación sustantiva e instrumental con la representación política. La
consulta previa es una arma para los que no reducen la Constitución a un papel
o —como ha dicho Lawrence Sager—[16] para
los que no ven en ella un mito que los políticos invocan en forma
irreflexiva, sino más bien, para los que creen que lo trascendente de una
Constitución es lo que se hace con ella.
[*] También ha sido publicado en:
http://www.osservatorioaic.it/ la-consultazione-preventiva- come-strumento-per-ripensare- la-teoria-costituzionale-in- per.html
http://www.osservatorioaic.it/
[1] Profesor Principal de Filosofía del
Derecho y Teoría Constitucional de la PUCP. Doctor en Derechos Fundamentales y
Justicia Constitucional por la Universidad de Pisa, Magíster en Derecho por la
PUCP.
[2] CHOMSKY, Noam and Edward Herman. The Political Economy of Human Rigths.
Vol I: The Washington Connection and Third World Facism, Boston:
South End Press. Citado por Boaventura de Sousa Santos. La
globalización del derecho. Los nuevos caminos de la regulación y la
emancipación. Bogotá:
Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional
de Colombia, Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos, ILSA,
p.
191.
[3] Al respecto, se pueden citar las
palabras del profesor Domingo García Belaunde, en una reciente entrevista,
donde afirma que: “(…) en el Perú no tenemos tradición de literatura
constitucional”. En: “Domingo García Belaunde. Pionero y padre del Derecho
Constitucional peruano”. Entrevista en la Revista
La Ley. Número cero, 2014, p. 33.
[4] El libro Perú: Constitución y Sociedad Política, de los profesores Enrique
Bernales y Marcial Rubio, estudia la Constitución de 1979 en forma orgánica y que
grafica esta excepción a la dogmática tradicional en forma clara. Desde los lineamientos teórico-metodológicos
anticipados por los autores, se advierte que: “(…) la Constitución tiene como
sello particular el ser mandato jurídico formal e imperativo, y por tanto
inherente a las funciones tuitivas y coactivas del Estado. Pero al mismo tiempo
y revestida por lo jurídico, la Constitución tiene una naturaleza política y en
su contenido se expresan grados y niveles de articulación política entre las
clases y sectores sociales. Más allá de los acuerdos, concesiones y consensos
que en cada constituyente permiten la dación de la Constitución, ésta se
orienta en función de intereses políticamente dominantes, cuidando de
presentarlos como intereses generales de la sociedad en su conjunto”. Por esa
razón, agregan Bernales y Rubio, el estudio propuesto “(…) supera los análisis
juridicistas (sic) y exegéticos tan comunes en nuestro medio, para asumir una
perspectiva que incorpora los aspectos históricos, políticos y jurídicos que
son los que permiten comprender las bases materiales sobre las que se funda la
Constitución” En Perú: Constitución y
Sociedad Política. Lima: DESCO Centro de Estudios y Promoción del
Desarrollo, 1981, p. 57.
[5] Véase SILVESTRI, Gaetano. Giustizia e giudici nel sistema
costituzionale. Torino: Giapichelli Editore, 1997, p.20-21.
[6] Sin embargo, como ha dicho Ackerman: “Los
derechos no son una clase de cosas que crecen en los árboles susceptibles de
ser recogidos, cuando estén maduros, por una mano invisible”. Los derechos
tienen un carácter cultural y por ello, “El único contexto en el cual una
reclamación basada en derechos tiene sentido es cuando una persona anticipa la
posibilidad de conversación con algún competidor potencial”. Véase: ACKERMAN, Bruce.
La justicia social en el Estado Liberal.
Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1983, p. 38.
[7] El profesor Robert Alexy ha dicho al
respecto: “quien habla de un derecho fundamental, por ejemplo, a la vida o a la
libertad de opinión, se refiere por lo general, no sólo a posiciones
individuales sino al derecho fundamental como un todo”. Y este implica “(…) un
haz de posiciones individuales iusfundamentales. Queda abierta la cuestión de
saber qué es lo que reúne las distintas
posiciones individuales iusfundamentales en un derecho fundamental. (…) la
respuesta más simple reza: su adscripción a una disposición de derecho
fundamental. A las posiciones jurídicas corresponden siempre normas que las
confieren”. En términos más concretos, Alexy, precisa que “(…) el titular de un
derecho fundamental deberá tener un derecho a las acciones del Estado que son indispensables para la protección de su
ámbito de libertad asegurado por disposiciones iusfundamentales , es decir,
son necesarias. Mejor no puede expresarse que se trata aquí de la protección
subjetiva positiva de una libertad” En: ALEXY, Robert. Teoría de los derechos fundamentales. Madrid: Centro de Estudios
Constitucionales, 2002, p. 241-242.
[8] Como recuerda Brooke Larson, las
reformas legales que formalmente atribuyen derechos a los indígenas, sobre todo
a partir de la promulgación del Código Civil de 1852 con la declaración de la
igualdad ante la ley y la supresión del tributo indígena por decisión del
presidente Ramón Castilla en 1854, sin embargo, les quitará su derecho
tradicional a una existencia colectiva, esto es, a la “comunidad”. Con el tiempo, el nuevo estatus del indio
tampoco sería concretado y, con ello, se acentuaría la brecha de desigualdad y
exclusión bajo el auspicio del Estado-Nación. Véase: LARSON, Brooke. Indígenas, Élites y Estado en las formas de
las Repúblicas Andinas 1850 - 1910. Lima: Pontificia Universidad Católica
del Perú – Instituto de Estudios Peruanos, 2002, p. 105.
[9] DE SOUSA SANTOS, Boaventura. Op. cit.,
1998, p. 156.
[10] Véase: HOLMES, Stephen. “El
precompromiso y la paradoja de la democracia”.
En: Constitucionalismo y
democracia. (Jon Elster y Rune Slagstad). México: Fondo de Cultura
Económica, 2001, p. 217.
[11] FIORAVANTI, Maurizio. Appunti di
storia delle costittuzione moderne. Le libertà fondamentali. Torino:
G. Giappichelli Editore, 1995, 174.
[13] DE SOUSA SANTOS, Boaventura. Op. Cit.,
p. 213. Advierte el profesor De Sousa, que una estrategia dialógica permite
reconstruir interculturalmente el sentido de los derechos humanos y convertirlo
en uno de los factores más poderosos para la crítica y la deconstrucción del
derecho y la política modernos, generando energías emancipadoras para enfrentar
los retos de los tiempos futuros. Entre ellos, ciertamente, la crítica y
desvinculación del binomio Derecho-Estado y la reunión de la pareja
derecho-comunidad política.
[15] Estas asimetrías han sido también el
punto de referencia de las relaciones institucionales y en los patrones que
rigen el ordenamiento social en el Perú. Forman parte de un proceso político
desprovisto de consensos reales, que alberga intereses contrapuestos en las
distintas esferas de la vida social y cultural, a través de un marco
institucional impuesto en forma arbitraria a las mayorías del país desde los
orígenes de la república. Véase: GONZALES MANTILLA, Gorki. Pluralidad Cultural, Conflicto Armado y Derecho en el Perú (1980 –
1993), Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del
Perú, 2000, p. 25
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