jueves, marzo 27, 2008

El ilusionista y la política

Autor: Gorki Gonzales M.

El discurso político del ejecutivo busca transfigurarse. La voluntad alucinada y contradictoria que no desiste en su empeño por teatralizar la vida pública con la pena de muerte, crear dudas sobre la permanencia del Perú en el sistema interamericano de Derechos Humanos o instrumentalizar el referéndum como elemento de propaganda, se confunde con un relato de lo fantástico, donde las palabras designan cosas ilusorias en una realidad imaginaria.

Crear ilusiones no es una actividad extraña al quehacer de cierta política. La evasión como estrategia inducida, desconcentra y produce incertidumbre en la ciudadanía. Se crea entonces un tiempo aparente para “avanzar” conforme a los intereses que se presentan como “mayoritarios”, mientras la ilusión cautiva y confunde. La ilusión se construye con escenas lúdicas que refieren lo imposible, pero también se vale de las emociones más primarias. La ausencia de elementos racionales en ambos casos explica mejor el funcionamiento de la ilusión y evidencia su utilidad cuando es usada en la política.

El ilusionismo del régimen actual opera con enorme audacia. Recurre a los principios que la Constitución representa para confundirlos con la voz de las mayorías. Este es el argumento usado para sustituir el interés ciudadano y transformarlo en pura razón de Estado. Pero la audacia del ilusionista no puede modular las consecuencias que la ilusión causa: presentar a la democracia como expresión del voluntarismo y a la Constitución como una hoja de papel cuyos principios generales pueden ser llenados con las voces hipnotizadas de mayorías contingentes.

Por eso la ilusión es temporal, como el silencio sobre la situación de las cárceles y la desatención gubernamental, inexplicable en un gobierno socialdemócrata. La ilusión desaparece cuando la reforma policial ausente se convierte en un reclamo insoslayable por la violencia delincuencial que a veces desborda la vida ciudadana.

La ilusión, después de todo, no desaparece la realidad, tan sólo la oculta temporalmente. Sin embargo, sus huellas pueden ser indelebles. Puede propiciar el desgaste de la realidad misma al punto de su menosprecio, puede estimular convicciones irracionales que degraden los intereses y libertades públicas, como en el caso del referéndum para la pena de muerte.

Más allá de todo, el ilusionista no podrá evitar que el efecto de la ilusión enajene la consciencia del ciudadano enfervorizado con la ilusión, pero a quien poco le sirve el significado de los derechos que implican la ciudadanía. Y en política, la falta de previsión no casual de los resultados mediatos, tiene siempre una afinidad con el pragmatismo. Este es el punto en el cual toda ilusión se desvanece y aflora el poder descarnado, empecinado únicamente en la hegemonía.

Pero es también el momento en el cual, el efecto ilusorio puede dañar la fuente de la que proviene. La credibilidad como producto de la fantasía no tendría más respaldo ante el agotamiento de la ilusión y el desgaste de la realidad. El gobierno vería entonces cómo la realidad se impondría sin referentes que provengan de su propia prédica. Y esto no sería, por cierto, una ilusión.


Nota: el presente texto fue publicado en la revista de estudiantes de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Puntos SUSPENSIVOS. Lima: Vanguardia, abril 2007.

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