martes, marzo 21, 2023

La contrareforma universitaria

 La reforma universitaria aún era un proceso en su fase inicial. Los cambios previstos en las normas requerían un acompañamiento en la práctica institucional. Los esfuerzos por lograr mejores estándares en el desempeño de las universidades debían reflejarse no solo en cambios mínimos en la infraestructura y señales cosméticas en los papeles. Una reforma en serio debía ser capaz de enfrentar la dramática situación en la que se encuentran la mayor parte de las llamadas universidades con fines de lucro, pero también muchas universidades públicas: debía promover un cambio cultural para superar las incapacidades adiestradas de las autoridades universitarias y de los propios docentes universitarios.

Para comprobarlo basta con echar una mirada a los rankings internacionales: las universidades peruanas con excepción de una o dos, no cuentan ni siquiera entre las primeras mil o dos mil en el mundo. Para no ir lejos, el prestigioso ranking británico QS identifica a dos universidades peruanas entre las primeras 100 (que es decir mucho) en América Latina: una en el puesto 13 y la segunda en el 97. Y esto es el reflejo de lo dicho, es decir, de la escasa o nula importancia que se le otorga a la investigación, de haber convertido los grados académicos de maestría y doctorado en solo factores burocráticos, papeles que, prácticamente, se obsequian, de haber hecho de la cátedra universitaria una herramienta útil para cualquier fin, menos para difundir el amor al conocimiento, la crítica o el interés por la investigación científica.

La SUNEDU nació limitada en sus competencias, pues las presiones de los dueños de las universidades privadas se hicieron notar en el proceso de aprobación de la ley universitaria. Sin embargo, el esfuerzo de los años siguientes permitió algunos avances. El licenciamiento y las otras exigencias para el funcionamiento de las universidades, pero también la transparencia sobre el proceso de la vida universitaria a través de los datos que, sobre el particular, empezaron a aparecer. Los defectos eran y son superables, siempre en la perspectiva de su fortalecimiento.
La SUNEDU debía optimizar y perfeccionar sus competencias. Ese debía ser el tenor de cualquier reforma. Sin embargo, las "fuerzas del mal" representadas en el Congreso de la República (que hoy es todo menos eso), hicieron su trabajo y avanzaron en la desarticulación del gobierno de esta institución. La elección de su Consejo Directivo incompleto, cuyos miembros, sin talante, ahora se apresuran a nombrar al Jefe de la Institución son el inicio de lo que se verá, si todo esto se consuma, en el espacio universitario.



Es muy necesario tener presente que esta realidad es uno de los signos más representativos de estos tiempos donde la "política" ha sido sustituida por el grito, la ignorancia, la brutalidad y las emociones del más bajo calibre, tal vez, ni siquiera imaginadas por Orwell. En eso se diluyen los extremos de la izquierda y la derecha del Congreso, pero también sus acompañantes dentro y fuera de él. Ellos han convertido la política en lo opuesto a la que se desarrolla con propósitos civilizatorios, la que convoca el sentido común, para mejorar la Polis, para crear ciudadanía, para establecer las mejores condiciones para que las personas puedan determinar su plan de vida como parte de la comunidad republicana.

Los poderes fácticos de los grupos económicos de distinto origen, también involucrados en las universidades, son una extensión clave del oscuro y dramático futuro que se empieza a vislumbrar en el país. A la represión, los asesinatos y a la incapacidad de gobernar del actual régimen se suma este rasgo del período: el desprecio por la educación universitaria y su sometimiento a los intereses privados y a la idea de un mercado que no existe.

viernes, diciembre 15, 2017

Reivindicar la Constitución en la hora presente

Esta es una hora aciaga y no la vamos a superar con la vacancia o la renuncia del Presidente. El problema que tenemos al frente tiene un carácter estructural: la falta de representatividad del sistema político. La transición del 2000 no sirvió para revertir el problema. Sólo hizo que se oculte. El ejercicio del poder político nunca dejó de tener como telón de fondo la fuerza del modelo económico que venía de la década anterior. Por eso es que los intereses que gobiernan el país están orientados por esa impronta. No son las demandas sociales, la pobreza ni la exclusión las prioridades de la política. El sentido de la economía ha sido delimitado por un mesianismo libertario (nunca liberal en serio) en la teoría, pero mercantilista en los hechos, para proteger los intereses de los grupos económicos que desde adentro y afuera dictan lo políticamente correcto en nuestro país. 

Aparecieron los ”Zavalas” y se reencarnaron en los “Castillas”, todos con su semblantes de “yo no fui”. Quizás pretendiendo vender la idea de la neutralidad “técnica” de su función. Y por eso el gobierno que anunciaba la gran transformación hizo todo lo contrario, pues en el MEF encontró el fiel de su balanza. Esa fue la medida que marcó el comportamiento de los ministros de aquel régimen. El MEF o el poder detrás de él, era quien gobernaba el país y los intereses valorados estaban muy lejos de corresponder a las demandas sociales del Perú.

   

 En este modelo ha sido posible tener políticos y gobernantes, según sabemos hoy, más preocupados por sus negocios que por el “buen gobierno”. Se creó entonces una práctica de encubrimiento por sus segundos y terceros. A la sombra de este modelo se hizo posible el “roba pero hace obra” que adquiere un sentido antropomórfico en muchísimas autoridades locales. Una de ellas actúa con impunidad en nuestra ciudad. Este modelo no va cambiar con la vacancia del Presidente y sobredimensionar su resultado puede hacer más grave el problema. La crisis impulsada por el fenómeno de Odebrecht, debería servir para iluminar la oscuridad creada por la corrupción sistémica y, en gran medida, articulada al modelo económico. Sin embargo, esta oportunidad se podría diluir en la vorágine creada por la política de “segunda” que ha salido a la caza aprovechando precisamente las sombras del sistema.

Nadie niega que para enfrentar este difícil momento es necesario ceñirse a los procedimientos previstos por la Constitución, pero habría que preguntarse si el resultado será capaz de realizarla o, más bien, terminará por convertirla en un instrumento usado superficialmente para satisfacer los intereses de quienes no tienen ningún compromiso con ella ni con el país. Después de todo, la paradoja está ahí presente: los culpables están acusando a los culpables. 

Quienes han perdido toda legitimidad para decir nada sobre la corrupción, aquellos que han buscado dividirse para defender sus diminutos espacios en vez de ocuparse de los intereses del pueblo que los eligió, los que con su silencio apoyan la falta de ética y la deshonestidad intelectual, quienes no tienen aptitud para pensar los problemas del país con seriedad. Todos ellos, desde quienes se llaman de izquierda hasta los que se ubican en el terreno del populismo de derecha y la intolerancia conservadora, están llevando adelante un proceso en el que quizás ellos también deberían estar incluidos como responsables. 

La Constitución no se agota en los dilemas técnicos, su racionalidad sobrepasa la dinámica de las coyunturas, pues responde a las demandas de la pluralidad y la contingencia de la historia. La Constitución reclama, más bien, que se abra un debate nacional para que dar paso a la razón diversa y plural del país. Exige un proceso de deliberación ciudadana donde participe el pueblo: hace falta sentir la presencia de los universitarios y demás actores sociales -quizás los sindicatos encuentren la forma de reflotar su agenda en este escenario- y donde se escuche la voz del interior del país. 

Qué diría Faustino Sánchez Carrión, uno de los padres fundadores de nuestra República, si viera el drama del momento presente: el país convertido en un botín y la política a su servicio. Un lugar donde el sueño republicano se ha convertido en una pesadilla. Pero aún, qué dirían José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre o Víctor Andrés Belaúnde: ningún proyecto político atribuible a sus ideas, más bien, lejos y hasta en contra de ellas , aparecen quienes se llaman sus seguidores. 

La Constitución es el espacio cultural en el que se hace posible la realización de los derechos y libertades. Eso es lo que debemos reivindicar y esta apuesta es ciertamente liberal. Por lo tanto, el problema no se agota en dilucidar los contornos técnico – normativos del texto constitucional. El constitucionalismo debe mirar más allá de la presente coyuntura, para convocar a la reflexión crítica que permita superar el déficit de representatividad política de todas nuestras instituciones. Quizás sea el momento de pensar en una reforma de las reglas del forzado acuerdo político del 93. En este proceso los jóvenes deben estar en primer lugar, junto a todos quienes creen en la posibilidad de que nuestro país tiene futuro, siempre que la corrupción y quienes hoy la sostienen se vayan de la política. Nada de esto ocurrirá si se sigue permitiendo la hegemonía del modelo económico y los intereses que lo gobiernan. Esto es lo que la actual clase política representa y lo que desde un constitucionalismo en serio, deberíamos cambiar. 

Lima, 15 de diciembre de 2017.

miércoles, marzo 11, 2015

La unión civil no matrimonial como desafío de la democracia constitucional


Gorki Gonzales Mantilla[1]

Las razones de quienes se oponen al proyecto para reconocer la unión civil no matrimonial en el Perú no son nuevas. Su principal argumento gira en torno al carácter natural de la familia y el matrimonio. Se reitera, por cierto, que la finalidad de éste es la procreación de la especie humana. En suma, se deja entrever que estas consideraciones forman parte de un ideal moralmente bueno, al que deben subordinarse los planes de vida individuales de todos.

Pero ¿cómo se entiende la idea de lo natural y cuáles son las consecuencias que derivan de extender su influencia, como algo determinante, al ámbito de los derechos y las instituciones públicas?. Parece evidente que el rechazo a la unión civil no matrimonial sobrepasa la defensa del matrimonio y la familia, y se proyecta como un argumento que atraviesa la configuración de los derechos fundamentales. Por ello, se abre también la pregunta sobre el sentido que adquiere la democracia constitucional cuando los derechos que ésta garantiza se subordinan a la existencia de ciertos valores naturales.

Pues bien, una versión fuerte de "lo natural” postula la existencia de ciertos valores absolutos e inmutables que funcionan como preceptos sobre la moral y el buen vivir.  Un modelo de virtud que -como ha sido dicho por Carlos S. Nino- el Estado tiene el deber de imponer porque se asume que lo mejor para la vida de las personas o lo que satisface sus intereses, es independiente de sus propios deseos. Así se entiende el modelo perfeccionista y así ocurre en los Estados fundamentalistas donde los valores religiosos funcionan como verdades absolutas que se imponen para modelar la libertad de las personas y para hacerlas “mejores”. En estas realidades, las libertades de conciencia, la vida familiar, la libertad de expresión, tanto como algunas instituciones de la comunidad, como el matrimonio, están predeterminadas por los valores naturales.

Sin embargo, no es difícil ver este tipo de políticas legislativas en nuestros países. Ejemplos nítidos de ello se recuerdan en la forma como el Código Civil de 1936 regulaba la situación de la mujer casada. Sólo es necesario citar las siguientes reglas para comprobar que el Estado, a través del derecho, fijaba los intereses de la mujer en el matrimonio subordinando su voluntad a la del marido. Se decía: “el marido dirige la sociedad conyugal. La mujer debe al marido ayuda y consejo para la prosperidad común y tiene el derecho y el deber de atender personalmente el hogar” (art. 161°). Al marido compete fijar y mudar el domicilio de la familia, así corno decidir sobre lo referente a su economía (Art. 162°). Como parece obvio, la mujer era convertida en un ser disminuido, sin voluntad, para cumplir el ideal del matrimonio sobre el cual se debía fundar la familia.

Aunque estos términos han cambiado en el Código civil de 1984, la sombra del perfeccionismo moral no termina de despejarse. El artículo 24° aún mantiene un rezago del imaginario anterior cuando dice: “La mujer tiene derecho a llevar el apellido del marido agregado al suyo y a conservarlo mientras no contraiga nuevo matrimonio. Cesa tal derecho en caso de divorcio o nulidad de matrimonio”. Así, aunque debilitada la idea de pertenencia y subordinación de la mujer, todavía se hace visible la fuerza del “antiguo régimen” y de su impronta moral. La tendencia es aún más nítida en la norma que regula el matrimonio como “la unión voluntariamente concertada por un varón y una mujer” (art. 234°). Esta regla no deja la menor duda sobre el origen natural atribuido al matrimonio, en esos términos se proyecta su imposición sobre quienes quisieran  contraerlo, negando la libertad o, más bien, restringiéndola a este modelo que se levanta como designio de valores inmutables, como el modelo perfecto para construir la familia.

En este contexto, se viene ensayando una variante soft, quizá para que la defensa de “lo natural” no parezca “fuera de época” y resulte defendible aún hoy. Aquí se afirma que lo discutido en el proyecto sólo entraña un problema de derechos patrimoniales o derechos legales: brindar garantías para los bienes patrimoniales y para los derechos de las partes en la relación; por ejemplo,  visitas a establecimientos penitenciarios, centros de salud, nacionalidad, seguridad social, toma de decisiones en tratamientos médicos o quirúrgicos, entre otros. En líneas generales, las propuestas contrarias al proyecto sobre la unión civil no matrimonial, apuntan a que todo podría ser resuelto con un “ajuste” legal, incidiendo en las reglas del Código civil.

Este enfoque del problema no puede ocultar la escasa relevancia atribuida al derecho a decidir sobre la orientación sexual y la definición del plan de vida. Ambas consideraciones son ubicadas en un espacio residual, distante de toda reivindicación constitucional. Se trata de una ruta que desconoce el valor del derecho a la igualdad como derecho fundamental en el núcleo del problema y que desmerece, como producto de este déficit, el respeto y garantía de la autonomía para afirmar los propios intereses y deseos.


Es bueno recordar que el proyecto sobre la unión civil no matrimonial defiende el derecho a la igualdad en su relación con el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Ambos son piezas esenciales de la estructura que soporta el reconocimiento y la práctica de los derechos fundamentales y, por lo tanto, son valores protegidos por la democracia constitucional. Ambos derechos pueden debilitarse gravemente si son sometidos al designio de los valores naturales, comprometiendo con ello el carácter racional de la democracia.

El derecho al libre desarrollo de la personalidad permite garantizar la efectiva capacidad de elegir y concretar las concepciones personales sobre lo mejor para uno mismo y, conforme a ello, la posibilidad de definir un plan de vida con autonomía. En esta línea de razonamiento, la igualdad garantiza la atribución y reconocimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de derechos y libertades con la única limitación proveniente de los derechos de terceros. La igualdad exige valorar las razones que permiten categorizar a los individuos de una forma en particular, para definir las condiciones que deben recibir en el trato, en términos de legitimidad. La igualdad implica necesariamente el reconocimiento de la diferencia, pues del examen de ésta surge la garantía del derecho en forma coherente con la realidad del sujeto. Y el reconocimiento de los derechos es precisamente lo que se busca con el proyecto de la unión civil no matrimonial. Por eso es que no existe el derecho a la igualdad ni el derecho al libre desarrollo de la personalidad, si el punto de referencia para categorizar a los sujetos proviene de un modelo ideal de valores naturales e interfiere en la autonomía del sujeto.

En las propuestas que se oponen al proyecto de unión civil no matrimonial, se subvalora el problema de la igualdad y se desconoce el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Estos no aparecen como problema de fondo y, en el mejor de los casos, se les sitúa en un “segundo nivel” por debajo del modelo ideal atribuido a la familia y al matrimonio.  De este modo, se busca impedir toda intrusión en el sentido “natural” de la familia, para  mantener intocado el carácter también “natural” del matrimonio. El objetivo final no pasa desapercibido: consagrar el blindaje del “primer nivel” ideal de valores naturales en el que se ubican ambas instituciones.

Desconocer los derechos por razones atribuidas a la orientación sexual, peor aún si la motivación se funda en un plan ideal de valores naturales, configura un supuesto de discriminación. Nada nuevo entre nosotros, pues la discriminación es un reflejo del argumento de la superioridad/inferioridad por naturaleza, que ha justificado la exclusión y la desigualdad estructural a lo largo de nuestra vida republicana. Esa es la ruta que siguen las ideas que defienden los detractores de la unión civil cuando  descalifican o invisibilizan por razones “naturales” los derechos de la  comunidad homosexual o, en el escenario menos grave, cuando se les reconoce un espacio marginal del derecho para que puedan llevar adelante sus vidas siempre que no se alteren las “instituciones naturales”. Es como salvar el orden legal a costa de desconocer o avasallar los derechos de las minorías.

Tampoco es novedad en la historia de la discriminación que se diga, sumado a todo lo anterior, que el modelo inmutable de valores que el matrimonio y la familia representan, responde a la opinión de las mayorías. Es con en este último argumento que se pone en cuestión el sentido de la democracia como régimen que garantiza los derechos individuales. La consecuencia de esta idea acabaría por someter cualquier derecho fundamental a las creencias, a los gustos o al simple arbitrio de quienes forman  la mayoría en un momento determinado. Esta mayoría terminaría por suplantar los derechos y libertades para convertirlos en nombres sin contenido. El Estado no sostendría más su legitimidad en la obligación de realizar los derechos y más bien encontraría justificación en la voluntad abstracta de quien dice representar a las mayorías, el poder de turno o los poderes fácticos. Por todo esto, el reconocimiento de la unión civil no matrimonial es un desafío que debe contribuir al proceso histórico que la conquista de los derechos supone y en esa dirección, al afianzamiento de la democracia constitucional.




[1] Doctor en Justicia Constitucional por la Universidad de Pisa – Italia. Profesor Principal de Filosofía del Derecho, Teoría Constitucional y Argumentación Jurídica de la Facultad de Derecho de la PUCP

lunes, febrero 16, 2015

La consulta previa para repensar la teoría constitucional en el Perú [*]



Gorki Gonzales Mantilla[1]



1.            Presentación


La protección de las comunidades andinas u originarias, casi siempre invisibles en el imaginario republicano, se proyecta hoy como una pieza imprescindible del andamiaje constitucional. La consulta previa es un reflejo de esta realidad que sirve como instrumento para garantizar los derechos en los contextos de diversidad cultural, pero al mismo tiempo implica una postura que cuestiona las bases teóricas sobre las cuales se construye la democracia constitucional.

El problema se identifica en el proceso por el que ha transitado el capitalismo en las últimas décadas. Esta historia demuestra que los esquemas de cooperación económica del hemisferio Norte hacia nuestros países, han contado con un ambiente favorable para la inversión y explotación de los recursos naturales, pero en contrapartida han propiciado condiciones adversas a la vigencia del orden democrático y los derechos humanos[2] .

Las hegemonías económicas y culturales así creadas, soslayaron los valores de la diversidad, no pocas veces los avasallaron y extinguieron sus bases materiales. Sin inclinación hacia el diálogo con los diferentes, se impusieron dinámicas de “desarrollo” que hoy son la causa del agotamiento de las fuentes para la sobrevivencia de la humanidad. La consulta previa es quizás el reverso de este enfoque, pues busca promover el diálogo intercultural para legitimar los derechos y la política. Así se explica el Convenio 169 de la OIT como antecedente de nuestra Ley N 29785.




2.            El “constitucionalismo” de baja intensidad y la consulta previa como telón de fondo

Pero un constitucionalismo de baja intensidad estuvo siempre en la base de aquellas hegemonías. Este enfoque del derecho constitucional marcó distancia de los acontecimientos políticos y del conflicto social que forma parte de la propia dinámica cultural de la Constitución. Sus principios, anclados en un discurso liberal parcial y, por ello, débil, perdieron contacto con la historia y se hicieron vacíos: la separación de poderes, la supremacía de la ley o la soberanía popular eran luces tenues en medio de una bruma cada vez más densa.

Las grandes coyunturas definidas en torno a las asambleas constituyentes de 1979 y el Congreso Constituyente Democrático de 1993, fueron sucesos políticos cuya densidad cultural no tuvo un significado semejante en la teoría constitucional[3]. Salvo excepciones muy precisas[4], ésta fue ganada por un espíritu normativista, reforzado por una estructura dogmática de nociones y conceptos. Se dejaba atrás, o fuera del debate, las preguntas sobre cómo integrar y pensar el derecho constitucional desde la realidad compleja y diversa.

2.1 El constitucionalismo de baja intensidad y la organización del poder político

Corresponde a este enfoque la idea de neutralizar el contenido político de los derechos y proponerlos como si fueran una entelequia. A través de un razonamiento adiestrado en la tradición del positivismo jurídico, este enfoque procuraba dar cuenta de los diseños normativos, de los procedimientos y de las clasificaciones sin cuestionar la ausencia de constitucionalidad en la vida pública o denunciar la debilidad institucional para garantizar los derechos.

Uno de los rasgos más importantes de este enfoque está presente en la definición de la estructura política conforme a la división clásica de los poderes.  Se sigue postulando la tripartición de poderes sin reparar en el proceso de evolución cultural al que se deben las instituciones. Se afirma su carácter absoluto, sin reconocer que el poder institucional, en la realidad, se presenta a través de un esquema de competencias específicas que definen la acción de diversos órganos constitucionales más allá de la tripartición misma: el Tribunal Constitucional, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Jurado Nacional de Elecciones o los gobiernos regionales, tienen esta cualidad y son instituciones con “poderes específicos” así ordenados en la Constitución.

En efecto, en el mundo contemporáneo el Estado se presenta como un orden articulado por competencias básicas[5] que tiene como origen la Constitución. La división de poderes en este escenario se manifiesta no como tripartición subjetiva de esos poderes, sino como distribución de “competencias” entre los distintos órganos previstos por la Constitución, que operan en un complejo y orgánico equilibrio de concurrencias, colaboraciones recíprocas y control.

Las instituciones públicas, incluyendo los denominados poderes clásicos son, en rigor, competencias previstas para desarrollar su función en forma específica y especializada: competencias constitucionales que realizan los valores de la Constitución. Por lo tanto, el poder político radica en la Constitución, ella es la fuente que otorga unidad a los valores desde la diversidad y complejidad que está en su base social y cultural. La Constitución es la única fuente de poder que otorga legitimidad a las instituciones o poderes públicos y la teoría de la tripartición en su modelo clásico difícilmente explica esta realidad no sólo porque resulta parcial, pues la constriñe al catálogo de los tres poderes, sino porque a partir de ello, se impide reconocer la importancia de las relaciones y las consecuencias que esas relaciones producen en el conjunto del sistema político y la vida social.

Al reconocer el poder y su relación con los órganos constitucionales en los términos propuestos, y más allá de la tripartición, se abre la oportunidad de comprender el sentido del check and balance como rasgo distintivo del entramado institucional del Estado, para coordinar y actualizar sus funciones. Sólo así es posible pensar en la idea de la supervisión constitucional como cualidad inmanente al ejercicio de una democracia constitucional.

Precisamente, la ausencia de un sistema coherente de control, sobre el quehacer de los funcionarios públicos que ejercen cargos de alta jerarquía, responde a ese modelo de división de poderes congelado en el tiempo. Un modelo que produce la idea de poderes autónomos y, en esa visión formalista, de instancias desvinculadas entre sí. Incluso se puede afirmar que el escaso compromiso con los valores democráticos y republicanos, frecuente en la práctica parlamentaria de nuestro país, encuentra parte de su explicación en el escenario de la cultura política de la división de poderes: la idea del parlamento como un poder autónomo que no le debe explicación a nadie, puede ser el espacio ideal para concretar los intereses individuales más extremos y en donde, por ello, el control ha sido reducido a sus rasgos más formales y televisivos.

La tesis de la división de poderes en los términos señalados, se ha convertido también en una barrera para la realización de los valores propios de la democracia. Un archipiélago de poderes inconexos en medio de un ordenamiento, por tal razón, poco apto para enfrentar en forma coordinada las exigencias sociales de la diversidad. Un conglomerado institucional refractario a la colaboración  recíproca para garantizar los bienes y derechos constitucionales.


La tesis de la división clásica de poderes produce un escenario de conflicto con la comunidad y un esquema de tensiones con los valores constitucionales que ella alberga. Éstos van a ser vistos con distancia, no solo por la ausencia de representación específica de los intereses y derechos de los miembros de la comunidad, sino porque, contradictoriamente, la propia tripartición pretende ejercer una función hegemónica sobre los mismos, dejando en un papel secundario a los otros órganos constitucionales. Visto así el escenario, los intereses de la comunidad no se realizan por el Estado como conjunto y los poderes clásicos tampoco están en disposición de representarlos.

La teoría de la tripartición, conforme a lo señalado, sólo parece justificarse desde una teoría elitista (elitismo epistémico[1]), que desdeña la importancia de los cambios en la estructura de las instituciones públicas y la necesaria presencia ciudadana en el proceso político. Para esta teoría constitucional los procesos sociales tanto como los valores culturales que ellos arrastran consigo, no son materias que la reflexión constitucional deba incorporar como suyas, salvo que sea desde arriba hacia abajo y en forma unilateral. Este enfoque se proyecta como instrumento normativo para regular en forma ciega la realidad social plural y diversa y, por ello, se muestra incapaz de reconocerla. Ese es el caso de la consulta previa y su falta de comprensión desde la teoría constitucional.



2.2 El constitucionalismo de baja intensidad y los derechos fundamentales

El constitucionalismo de “baja intensidad” también afirma que los derechos y principios son la parte dogmática de la Constitución. El significado de este punto de vista ha sido presentado como el fundamento de la Constitución misma; sin embargo, su reflejo inmediato se ha mostrado formal, pues los derechos que son el núcleo de la dogmática, no dejan de comportarse, en este enfoque, como categorías conceptuales: derechos en el papel y en su acción subordinados a las técnicas procesales o al poder de la administración pública. La parte dogmática aparece entonces como un catálogo de definiciones, inconmovible y resistente a las exigencias de la vida social.

Este sentido de la dogmática parece entender que los derechos fundamentales se presentan como “inherentes” o inmanentes, desvirtuando con ello su carácter cultural e histórico. Una dogmática que busca “naturalizar” los derechos y produce una justificación donde predominan las definiciones categóricas, en medio de un ordenamiento constitucional estático. Gracias a esta estructura, la teoría de los derechos fundamentales que emerge de este modelo se sirve de cánones interpretativos discutibles, tanto por su afinidad con el formalismo jurídico, como por su carácter arbitrario. Esto ocurre cuando se valora la interpretación literal de la Constitución o cuando se afirma una perspectiva normativista como criterio para determinar la lógica del entramado constitucional, siempre a partir de los textos, sólo que esta vez a partir del contraste entre ellos, es decir a través del denominado método sistemático. En ambos casos, los valores de la Constitución corren el riesgo de esfumarse del debate constitucional.

El carácter arbitrario en el que se han movido los cánones interpretativos de la Constitución se hace muy visible a propósito del denominado “contenido esencial” de los derechos como postura desarrollada desde la Ley Fundamental de Bonn de 1949, también presente décadas más tarde en la Constitución Española de 1978. En este escenario cultural el “contenido esencial” surge como garantía institucional contra la arbitrariedad en el caso concreto.

Sin embargo, el Tribunal Constitucional peruano y la teoría desarrollada por un sector importante del constitucionalismo en nuestro medio asumió en forma acrítica esta perspectiva. En ella, la idea de lo “esencial” podía dar cabida a cualquier cosa al entremezclarse con referencias ilusorias, naturales e inmutables. Hasta la defensa del carácter “natural” de las instituciones jurídicas que, en todo caso, son producto de la cultura, como el matrimonio o el modelo de familia, han buscado respaldo en este enfoque de los derechos[6].

Esta idea traía como contrapartida el reconocimiento de un contenido no esencial y con ello se producía una fractura que jerarquizaba en términos axiológicos, el contenido de los derechos y la propia estructura de la Constitución. En buena cuenta, el contenido esencial determinaba la existencia de lo exigible jurídicamente, pero también de aquello “no esencial” que se mantendría en una zona de sombra jurídica.

Así, de ser una garantía para prohibir la arbitrariedad sobre los derechos fundamentales, como fue su origen en Alemania, entre nosotros el contenido esencial se convirtió en un terreno fértil para la arbitrariedad misma, sobre todo porque lo “esencial” también podía ser invocado como realidad ex ante a  voluntad del intérprete.

La adhesión a la teoría de lo “esencial”, finalmente propiciaba un contraste definido en el contexto de la diversidad cultural, representaba una perspectiva ciertamente unidimensional y, por ello, contraria a la pluralidad de valores que conforman la realidad compleja a la que se debe la Constitución.

Este enfoque terminó por relacionar la idea del contenido esencial con el denominado “contenido constitucionalmente protegido”, al punto de casi disolverla en él. Sin embargo, es bueno recordar que esta última noción, introducida por el Código Procesal Constitucional, indica el ámbito del derecho que se busca garantizar en el haz de posiciones normativas y amparadas por el derecho constitucional “como un todo”: en otras palabras, la posición iusfundamental protegida, como ha sido llamada por Robert Alexy[7], que se busca defender y que opera como condición de procedibilidad en la demanda de amparo de un derecho constitucional. Esta idea nada tiene que ver con el contenido esencial.

Con este último episodio se ratifica la distancia que la reflexión teórica producía sobre las demandas sociales en materia de derechos. Sin referencia analítica ni sentido de realidad, aquella dogmática situaría en un nivel discreto y marginal la posición de los derechos sociales. Esa debilidad está en la base de los conflictos sociales y, es por ella, que las tensiones no fueron encaminadas respetando los derechos sino más bien cediendo a los poderes fácticos y al mercado.




3.            La representación política y la consulta previa

El orden político y cultural gestado desde los inicios de la república corresponde al paradigma del Estado-Nación. Se trata de una forma de institucionalidad que enfatiza la existencia de una única “comunidad cultural” legitimada por el Estado y es en torno a ella que se predica la idea de nación. En esta perspectiva, el valor atribuido a la diversidad como factor presente en las instituciones se mantiene ausente, pero si en algún caso llegara a asomar será excluido[8]. Después de todo, la visión mono-cultural del Estado convertiría en legítimas las prácticas de dominación étnica desde la hegemonía del propio nacionalismo[9]. A todas luces, este orden político sería poco apto para representar a la sociedad existente, así como para realizar los valores de todos sus miembros.

La institucionalidad de los partidos políticos a lo largo de casi toda la historia de la república muestra esta marca en sus estructuras ideológicas y en sus programas políticos. Estas organizaciones no han sabido incorporar en su quehacer los valores que provienen de la diversidad cultural, como una dimensión importante de sus objetivos y su práctica. Las escasas iniciativas en esta línea, visibles en los partidos de lineamientos socialistas y social-demócratas, nunca lograron madurar como referentes políticos significativos.

A este mismo escenario corresponde la esquiva presencia que el factor de la diversidad cultural ha tenido en el debate constitucional. Ha primado el desconocimiento y la indiferencia para evitar reconocer en este punto un problema que incide seriamente en la representatividad democrática. No cabe duda que en ello ha influido la comprensión dogmática del principio de soberanía, entendido como capacidad de ejercer el poder político en función de las propias coordenadas del Estado-nación y como resultado de ello se ha producido la negativa a que éste asuma obligaciones respecto de los derechos de las comunidades. Sin reglas que organicen y protejan el debate en el que participen todas las voces, la soberanía carece de significado en términos democráticos, pues sin derecho a participar y a impugnar para disentir, parece ilusorio que se pueda ejercer el poder político con legitimidad en una democracia constitucional[10].

Por todo lo dicho, la aparición de la consulta previa presenta el signo de una reivindicación histórica para reconfigurar las viejas articulaciones del entramado estatal. En este contexto se exige una teoría constitucional dispuesta a valorar la diversidad cultural ya no como un residuo pre-moderno que amenaza la estabilidad del orden político, sino más bien como un factor central de la legitimidad sobre la que se construye la soberanía y la democracia política.

En consecuencia, la diversidad y su reconocimiento se proyectan como el efecto de una tensión política y cultural que se exterioriza, para dotar de un nuevo significado a la Constitución. Está presente en él, la premisa que hace posible reconocer la realidad compleja y plural y, en esa medida también, la posibilidad de  reconfigurar los principios que le dan sentido para comprender la diversidad como parte de su contenido mismo.

Es aquí donde la consulta previa puede tomar distancia, con su carga crítica —quizás implosiva—, de la práctica y la teoría constitucional tradicional. En este punto surge un paréntesis donde la lectura de los principios liberales en su acepción clásica, debe acudir a nuevos referentes: los que se expresan en la supremacía de la Constitución como máxima forma de garantía de los derechos y de las libertades, pero también como directriz fundamental[11] que representa en forma activa la pluralidad de valores del cuerpo social.

En esta tarea propia del derecho constitucional y de la gestión política vinculada a éste, la teoría emergente debe ser capaz de propugnar la coexistencia fluida de la pluralidad sin que los valores individuales —también comunales— desaparezcan[12]: una construcción dialógica[13], gracias a la consulta previa, que debe impregnar el tejido social como base de una teoría de la representación política. Este es el contenido sólido que una teoría constitucional debería defender contra las viejas posturas del constitucionalismo tradicional.[14]

Esta perspectiva constitucional no supone el reconocimiento de soberanías que relativizan el Estado, creando compartimientos extraños a la totalidad constitucional. La legitimidad democrática —ciertamente contra mayoritaria— de la consulta previa, radica en la posibilidad de que sirva como medio para que los valores morales de la diversidad inspiren el diseño y la estructura de todo el conjunto de instituciones públicas. La teoría constitucional, en consecuencia, debe privilegiar el hecho en cuya virtud el poder político del Estado se revista de la pluralidad de valores como dato fundamental de la soberanía.

Es cierto que el reconocimiento de la diversidad implica el reconocimiento de la desigual posición ocupada por los actores involucrados en ella. Sin embargo, el procedimiento de deliberación que la consulta previa supone, debería contribuir a repensar ese tipo de estructura para situar a las comunidades y a sus miembros en pie de igualdad. Las asimetrías estructurales e históricas que definen las relaciones de poder entre las comunidades y los poderes económicos, no pueden pasar desapercibidas en este propósito[15]. En consecuencia, la participación en sí misma no es suficiente, es necesario que las instituciones creadas para garantizar el procedimiento de la consulta, sean idóneas para que puedan proveer justicia en las consecuencias a las que se arribe.

Un resultado en justicia implica que la consulta previa sirva como herramienta  para realizar los valores constitucionales presentes en las prácticas de las comunidades y se enriquezca a partir de ellas. Este modo de entender la consulta previa puede hacer sostenible la relación entre los derechos de las comunidades, los agentes económicos y el Estado en el ámbito de los valores de la democracia constitucional. En otras palabras, la representación política se legitima cuando el Estado tiene como prioridad garantizar los derechos de los ciudadanos y las comunidades y, en función de ello, fija las políticas públicas de desarrollo. Es en este contexto que la consulta previa adquiere un valor instrumental.

Al contrario, la representación política se verá disminuida cuando los  proyectos de inversión para la explotación económica de los recursos naturales se realicen a costa de impactar negativamente en los derechos de los ciudadanos y y proteger a sus comunidades. No se debe olvidar que el déficit que estos llevan consigo a lo largo de la historia republicana, explica las condiciones de pobreza y desigualdad estructural que definen el presente de la mayor parte de comunidades en nuestro país. La reivindicación de sus derechos es, por ello, una pieza indispensable en la construcción de la representación política, siempre que se pretenda superar aquel déficit.

La fuerza de la consulta previa, por ello, radica en su adscripción a la democracia desde los derechos y su  vinculación sustantiva e instrumental con la representación política. La consulta previa es una arma para los que no reducen la Constitución a un papel  o —como ha dicho Lawrence Sager—[16] para los que no ven en ella un mito que los políticos invocan en forma irreflexiva, sino más bien, para los que creen que lo trascendente de una Constitución es lo que se hace con ella. 









[1] Profesor Principal de Filosofía del Derecho y Teoría Constitucional de la PUCP. Doctor en Derechos Fundamentales y Justicia Constitucional por la Universidad de Pisa, Magíster en Derecho por la PUCP.
[2] CHOMSKY, Noam and Edward Herman. The Political Economy of Human Rigths. Vol I: The Washington Connection and Third World Facism, Boston: South  End Press. Citado por Boaventura de Sousa Santos. La globalización del derecho. Los nuevos caminos de la regulación y la emancipación. Bogotá: Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos, ILSA, p. 191.
[3] Al respecto, se pueden citar las palabras del profesor Domingo García Belaunde, en una reciente entrevista, donde afirma que: “(…) en el Perú no tenemos tradición de literatura constitucional”. En: “Domingo García Belaunde. Pionero y padre del Derecho Constitucional peruano”. Entrevista en la Revista La Ley. Número cero, 2014, p. 33.
[4] El libro Perú: Constitución y Sociedad Política, de los profesores Enrique Bernales y Marcial Rubio, estudia la Constitución de 1979 en forma orgánica y que grafica esta excepción a la dogmática tradicional en forma clara.  Desde los lineamientos teórico-metodológicos anticipados por los autores, se advierte que: “(…) la Constitución tiene como sello particular el ser mandato jurídico formal e imperativo, y por tanto inherente a las funciones tuitivas y coactivas del Estado. Pero al mismo tiempo y revestida por lo jurídico, la Constitución tiene una naturaleza política y en su contenido se expresan grados y niveles de articulación política entre las clases y sectores sociales. Más allá de los acuerdos, concesiones y consensos que en cada constituyente permiten la dación de la Constitución, ésta se orienta en función de intereses políticamente dominantes, cuidando de presentarlos como intereses generales de la sociedad en su conjunto”. Por esa razón, agregan Bernales y Rubio, el estudio propuesto “(…) supera los análisis juridicistas (sic) y exegéticos tan comunes en nuestro medio, para asumir una perspectiva que incorpora los aspectos históricos, políticos y jurídicos que son los que permiten comprender las bases materiales sobre las que se funda la Constitución” En Perú: Constitución y Sociedad Política. Lima: DESCO Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo, 1981, p. 57.
[5] Véase SILVESTRI, Gaetano. Giustizia e giudici nel sistema costituzionale. Torino: Giapichelli Editore, 1997, p.20-21.
[6] Sin embargo, como ha dicho Ackerman: “Los derechos no son una clase de cosas que crecen en los árboles susceptibles de ser recogidos, cuando estén maduros, por una mano invisible”. Los derechos tienen un carácter cultural y por ello, “El único contexto en el cual una reclamación basada en derechos tiene sentido es cuando una persona anticipa la posibilidad de conversación con algún competidor potencial”. Véase: ACKERMAN, Bruce. La justicia social en el Estado Liberal. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1983, p. 38.
[7] El profesor Robert Alexy ha dicho al respecto: “quien habla de un derecho fundamental, por ejemplo, a la vida o a la libertad de opinión, se refiere por lo general, no sólo a posiciones individuales sino al derecho fundamental como un todo”. Y este implica “(…) un haz de posiciones individuales iusfundamentales. Queda abierta la cuestión de saber  qué es lo que reúne las distintas posiciones individuales iusfundamentales en un derecho fundamental. (…) la respuesta más simple reza: su adscripción a una disposición de derecho fundamental. A las posiciones jurídicas corresponden siempre normas que las confieren”. En términos más concretos, Alexy, precisa que “(…) el titular de un derecho fundamental deberá tener un derecho a las acciones del Estado que son indispensables para la protección de su ámbito de libertad asegurado por disposiciones iusfundamentales , es decir, son necesarias. Mejor no puede expresarse que se trata aquí de la protección subjetiva positiva de una libertad” En: ALEXY, Robert. Teoría de los derechos fundamentales. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2002, p. 241-242.
[8] Como recuerda Brooke Larson, las reformas legales que formalmente atribuyen derechos a los indígenas, sobre todo a partir de la promulgación del Código Civil de 1852 con la declaración de la igualdad ante la ley y la supresión del tributo indígena por decisión del presidente Ramón Castilla en 1854, sin embargo, les quitará su derecho tradicional a una existencia colectiva, esto es, a la “comunidad”.  Con el tiempo, el nuevo estatus del indio tampoco sería concretado y, con ello, se acentuaría la brecha de desigualdad y exclusión bajo el auspicio del Estado-Nación. Véase: LARSON, Brooke. Indígenas, Élites y Estado en las formas de las Repúblicas Andinas 1850 - 1910. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú – Instituto de Estudios Peruanos, 2002, p. 105.
[9] DE SOUSA SANTOS, Boaventura. Op. cit., 1998, p. 156.

[10] Véase: HOLMES, Stephen. “El precompromiso y la paradoja de la democracia”.   En: Constitucionalismo y democracia. (Jon Elster y Rune Slagstad). México: Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 217.
[11] FIORAVANTI, Maurizio.  Appunti di storia delle costittuzione moderne. Le libertà fondamentali. Torino: G. Giappichelli Editore, 1995, 174.
[12] ZAGREBELSKY, Gustavo. Il diritto mite. Torino: Einaudi editore, 1992, p. 17. 
[13] DE SOUSA SANTOS, Boaventura. Op. Cit., p. 213. Advierte el profesor De Sousa, que una estrategia dialógica permite reconstruir interculturalmente el sentido de los derechos humanos y convertirlo en uno de los factores más poderosos para la crítica y la deconstrucción del derecho y la política modernos, generando energías emancipadoras para enfrentar los retos de los tiempos futuros. Entre ellos, ciertamente, la crítica y desvinculación del binomio Derecho-Estado y la reunión de la pareja derecho-comunidad política.
[14] ZAGREBELSKY, Gustavo. Op. Cit., p. 17
[15] Estas asimetrías han sido también el punto de referencia de las relaciones institucionales y en los patrones que rigen el ordenamiento social en el Perú. Forman parte de un proceso político desprovisto de consensos reales, que alberga intereses contrapuestos en las distintas esferas de la vida social y cultural, a través de un marco institucional impuesto en forma arbitraria a las mayorías del país desde los orígenes de la república. Véase: GONZALES MANTILLA, Gorki. Pluralidad Cultural, Conflicto Armado y Derecho en el Perú (1980 – 1993), Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2000, p. 25
[16] SAGER, Lawrence. Juez y democracia. Madrid: Marcial Pons, 2007, p. 31.