El déficit del liderazgo para reformar el
sistema judicial en democracia
Casi dos siglos de existencia del Poder Judicial no han servido
para sentar las bases de una institución fortalecida por sus propias decisiones
y legitimada socialmente. Desde sus orígenes republicanos el Poder Judicial se
ha visto sobrepasado por la injerencia del poder político,
sin capacidad para generar una cultura institucional dispuesta a incidir en los
derechos individuales. Las sentencias del poder
judicial, entre las cuales se identifica gloriosamente la del juez Malzón
Urbina, difícilmente han contribuido a mejorar las instituciones ciudadanas y
libertades públicas.
Esta imagen está asociada a un déficit en el liderazgo para
conducir el gobierno judicial: la escasa capacidad para comprometer a la
función judicial con los derechos y demandas ciudadanas, ha sido visible también
en la ausencia de voluntad de los gobiernos judiciales por producir cambios en
su propia estructura orgánica. El formalismo de la cultura judicial ha servido
como instrumento de evasión frente a las exigencias de trasformación del
sistema y pretexto para propiciar reformas de papel o quizás amagues de cambios
sin resultado.
El liderazgo para el cambio ha estado ocasionalmente vinculado a
las estrategias autoritarias y dictatoriales de intervención en el sistema
judicial. Con Velasco Alvarado o más recientemente, gracias las reformas
inventadas del fujmorismo, se pudo mostrar la instrumentalización del sistema,
para lo cual se crearon liderazgos ad hoc.
Estos procesos y sus líderes fueron, paradójicamente, impulsores de medidas intervencionistas
y profundamente conservadoras, pues no otra cosa se puede decir de aquellas
políticas que avasallaron la independencia para manipular las decisiones
judiciales.
El liderazgo para influir en el cambio del sistema judicial está
sobre todo en la cultura de los jueces. Su responsabilidad en el gobierno
judicial alude a un aspecto estructural, pues deciden sobre los recursos
económicos, sobre las políticas internas para los empleados administrativos,
sobre las estrategias para optimizar la gestión de los expedientes judiciales y
sobre la política de formación y capacitación de los propios magistrados. Por
lo tanto, si los jueces no toman en serio la necesidad de cambiar las prácticas
institucionales para superar el formalismo, enfrentar la corrupción y hacer más
eficiente el desempeño institucional, de poco o nada servirán los proyectos de
reformas o modernización emprendidos con dineros públicos, de la cooperación o con
los préstamos de organismos como el Banco Mundial. El liderazgo de los jueces
implica compromiso con el cambio cultural en toda su extensión.
Luego de la caída del fujimorato e iniciado el proceso de
reconstrucción democrática, la emergencia de iniciativas como la CERIAJUS, que
produjo un Informe integral para reformar el sistema de justicia en el 2004,
propició ciertas expectativas y algún interés académico, pero el efecto
instrumental de sus recomendaciones fue adelgazado hasta perder vitalidad y
hacerse lejano. Al final, sólo se aplicaron algunas medidas, una parte apenas
pasó el filtro del Congreso y la otra se quedó en los escritorios de los jueces
supremos.
Los escasos 10 años, transcurridos desde que se inicia el
proceso de restauración de la democracia, son también el escenario de
liderazgos poco convincentes, con alguna marginal excepción. Los presidentes del Poder
Judicial, más allá de la CERIAJUS, no han evitado mantener al sistema judicial
en la inmovilidad y para ello, han tenido que maquillar los gestos de una
burocracia judicial definida en sus prácticas por un imaginario propio del
siglo XIX. Los ajustes introducidos, lejanamente emparentados con la idea de
una gestión pública moderna, se pierden en la ausencia de planificación
institucional o en la deficitaria capacidad de ejecución del presupuesto. Se
trata, por ello, de un sistema refractario a la idea del control del desempeño,
en tanto servicio público, y contaminado por la cultura de lo inevitable, que
administra la crisis y cada cierto tiempo la recrea.
El nuevo Presidente del Poder Judicial no debería mirar de
perfil esta realidad y para enfrentarla deberá asumir el liderazgo histórico que
el país reclama. Deberá sentar las bases de una nueva cultura judicial y
emprender los cambios que ya son lugares comunes, empezando por la gestión del
despacho de la Corte Suprema.
[1] Profesor Principal de
Filosofía del Derecho y Director de la Maestría en Derecho con mención en Política
Jurisdiccional de la PUCP.
No hay comentarios:
Publicar un comentario